jueves, 27 de julio de 2017

Capítulo 2 III

Siguió un silencio incómodo, largo y denso, lleno de ruido de los motores, ronquidos ocasionales y crujidos de asientos. Al cabo de unos minutos Boone volvió a revolver en su bolsa. En esta ocasión sacó un sobre blanco, de tamaño folio, sin precintar. Le dio la vuelta y dejó asomar unas cuantas hojas: Aquí hay billetes de avión, una reserva de hotel, planos ...todo. Dentro de un mes. Levantó la vista hacia su interlocutor Revisa la documentación. Dentro de un mes lo hablamos con más calma, Ok? . El hombre más joven suspiró y recogió el sobre. Lo puso vertical y golpeó el borde suavemente contra la palma de la mano, haciendo caer dentro todos los papeles. No lo miró. Ok Boone se relajó...  o pretendió relajarse, mientras observaba a su compañero de asiento por el rabillo del ojo. Éste simplemente miraba hacia adelante, con el sobre todavía en la mano, apoyado en las rodillas y el
asiento delantero.

Pronto el avión comenzó a descender. La oscuridad se vio reemplazada por el re ejo grisáceo de las nubes y los movimientos automáticos de preparación. Mesas arriba, recoger la basura, últimas carreras al baño dieron cuerpo al monótono fondo de los motores.

Mientras la voz ininteligible de la sobrecargo inundaba todo el habitáculo,
Boone se giró, serio dijo: Léelo. En un mes. Recuerda

2.1. Madrid Barajas 23:00
Cuando aterrizamos, Boone se separó de mi y me dejó con mis pensamientos. No es difícil de imaginar que éstos eran muchos y bastante confusos.

En primer lugar salir del aeropuerto y recorrer los largos pasillos hacia la estación de metro. Eran ya pasadas las 11 de la noche y no había mucha gente en la terminal. Los vuelos de salida ya estaban cerrados y aparte de algunos viajeros en un par de esquinas que se disponían a dormir en el aeropuerto, no se veía mucha gente. El zumbido de las luces artifi ciales y los pasillos rodantes era todo lo que se podía oír.

Finalmente el tren llegó entre chirridos y sacudidas. El tren venía casi vacío, lo que hacía que las luces blancas pareciesen aún más brillantes. Aquí y allá trabajadores del aeropuerto dormitaban, probablemente tras turnos demasiado largos. Un punado de viajeros se subieron al tren conmigo y nos
repartimos por los asientos. Una vez sentado is pensamientos volvieron a mis conversaciones con Boone y al pequeno ordenador que ahora estaba en mi bolsa.

Después de lo que parecía una eternidad me encontré subiendo las escaleras mecánicas desde el mundo subterráneo lleno de luz blanca a la noche fresca de la ciudad de Madrid. Las calles estaban desiertas y sólo algún que otro coche circulaba por encima de la velocidad permitida, evitando tener
que detenerse en los semáforos cambiantes. Finalmente uno no lo consiguió y tuvo que detenerse con lo que me llegó a mi el turno de apresurarme sobre el asfalto.

Era mediados de Marzo, pero la primavera en Madrid estaba bien asentada. Sin embargo estaba demasiado cansado y a la vez con demasiadas cosas en la cabeza para disfrutar la noche. Al llegar al portal saqué las llaves del bolsillo, miré el buzón (vacío) y comencé a subir las escaleras lo más silenciosamente posible. El zumbido del relé resonaba en las escaleras y cuando se apagaron las luces en el 3er piso, el relé sonó como un latigazo.

Las luces de las farolas se filtraban por las ventanas de la escalera, así que seguí subiendo el último piso en la semioscuridad. Antes de meter la llave en la cerradura pude escuchar el sonido de una televisión y vi la delgada línea amarilla bajo la puerta. Tras abrir la puerta pude confi rmar mis sospechas. Diego, mi compañero de piso se había dormido nuevamente frente al televisor. Dejé la bolsa en la entrada y me acerqué a despertarle.

No era un arrebato de bondad, sino que sabía que se despertaría cuando apagase el televisor en cualquier caso. Después de los momentos iniciales de confusión, Diego se arrastró hacia su habitación y yo me fuí a la ducha. A pesar de que era tarde, quería irme limpio a la cama y sin el olor a avión.

Las 0600 de la mañana llegaron bastante más deprisa de lo que me hubiera gustado. En lo positivo, eran las 0600 del jueves, por lo que quedaba menos para el n de semana. Tras la segunda alarma eran ya las 0615 y podía oir a Diego revolviendo en la cocina. Con cierta desconfi anza miré mi bolsa de viaje, cómodamente recostada contra el armario al fondo de la habitación. Allí estaba la bolsa negra tratando de pasar desapercibida en la penumbra de la habitación, como si no contuviese el pequeño ordenador que me habia dado Boone ayer... ayer? Salí de la cama y en un salto abrí la bolsa. Quizás esto es exagerar un poco, pues el salto fue más bien un paso.

Mi habitación en el piso de alquiler era la habitación pequeña en un piso de dos dormitorios, salón y un baño. Con unos 8 m apenas había espacio para una cama de 1.40 m, un armario de un cuerpo y una pequeña mesa. Entre los pies de la cama y la mesa estaba mi cómoda de noche, que contenía tres
cajones. Cuando la puerta abría, se detenía poco antes de los 90 grados en la cama. Al fondo a la iquierda esstaba el armario, a los pies del cual estaba la bolsa de viaje. Cuando abrí la bolsa pude comprobar que efectivamente, el pequeño ordenador seguía pacientemente aguardadome allí. Sin embargo, como el ruido de la cocina atestiguaba, yo tenía cosas más importantes que hacer.

Sin demasiado entusiasmo me dirigí al baño e intercambié unos gruñidos con Diego. Lo que hacía Diego en la cocina por las mañanas era para mi un misterio. Diego era incapaz de cocinar. Realmente incapaz. Encender la cocina de gas era para él una actividad de riesgo, por lo que calentaba todo en el microondas. Todo en este caso era un bol de leche al que le añadía café en polvo. El por qué esta actividad necesitaba de tanto ruido y subtareas era algo que nunca conseguía aclararme. En cualquier caso, Diego siempre realizaba estas tareas en calzoncillos y camiseta de tirantes, porque una vez había derramado café hirviendo sobre su traje. Fue un episodio mucho más divertido de lo que doy a entender aquí, pero al fi n y al cabo, era mi compañero de piso. Hay cierto código de honor. En su descargo he de aclarar que Diego, al menos hasta entonces, no estaba muy familiarizado con el fenómeno de fluidos supercalentados. Cuando un uido alcanza su temperatura de ebullición a la presión a la que está sometido, pequeñas burbujas se forman en el fondo. Estas se hacen más y más grandes hasta que la superficie cie se rompe en burbujas que explotan. Esto sucede en parte porque el calor se transmite desde el recipiente al fl uido y pequeñas imperfecciones en la super ficie interna del recipiente facilitan la formación de las susodichas burbujas. Sin embargo, al utilizar el microondas, el calentamiento sucede directamente en el fl uido, por lo que las pequeñas burbujas no se pueden formar. En determinadas condiciones, la presión del fluido en la taza es sufi ciente para impedir que se formen las burbujas. Es decir, las burbujas no rompen la tensión super ficial del fl uido y así es posible sobrepasar ligeramente la temperatura de ebullición sin tener, bueno, ebullición. La tensión superfi cial entonces se rompe cuando, por ejemplo, una galleta se sumerje. Entonces la ebullición sucede, por decirlo de alguna manera, todo de una vez.

Cuando terminaba de vestirme Diego se despidió y salió corriendo hacia el trabajo. Trabajaba de comercial en una empresa que estaba en el mismo complejo que la mía y disfrutaba enormemente cuando caminábamos juntos al trabajo, pues era una persona parlanchina por las mañanas. Por otra parte, una vez que estaba vestido, debía salir corriendo hacia el trabajo Apenas unos minutos después yo también estaba vestido. Cogí el portátil del trabajo mientras lanzaba miradas curiosas al otro portátil y me encaminé al trabajo.



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